Sin saber que seguía tu rastro, te busqué,
te busqué en las absurdas soledades vacías;
no hallando en su desierto la huella de tu pie,
permanecí en mis noches solitarias y frías.
Te busqué en el confuso fragor de multitudes,
donde muchos se encuentran, donde tanto se ofrece,
lúgubre caravana de negros ataúdes;
y vi allí que la vida que eres tú no aparece.
Te busqué en las mañanas en que la luz radiante
bruñe los verdes campos sembrados de rocío,
te busqué en los ocasos de luz agonizante,
en la cresta marina, la estela del navío.
Pero tal vez, ingenuo, sin buscarte, esperaba
tu aparición de Venus surgiendo de las olas;
tan larga fue la espera que se me desangraba
la vida palmo a palmo, marchitándose a solas.
Tanto tardaste, tanto, que cuando al fin llegaste,
mi amazona de nubes, mi nereida desnuda,
había mi alma muerto del continuo desgaste
de la incesante espera, del dolor y la duda.
Francisco Alvarez Hidalgo